La Biblia
nunca antepone la propiedad privada a las necesidades de los pobres, y sus
leyes pretenden siempre velar por la igualdad económica de todos y una sociedad
justa.
AUTOR Antonio Cruz Suárez 08 DE DICIEMBRE DE 2012
Las
Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, priorizan
siempre las necesidades de las personas sobre los derechos de propiedad. Las
leyes israelitas se preocupaban ante todo por favorecer más a los individuos
que a las posesiones.
Esto se detecta en numerosos pasajes, como por ejemplo en
los que se insta a realizar préstamos libres de interés a los necesitados:
“Cuando prestares dinero a uno de mi pueblo, al pobre que está contigo,no te
portarás con él como logrero, ni le impondrás usura.” (Ex. 22:25).
“Y cuando tu
hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás;como forastero y
extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni ganancia, sinotendrás
temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo.” (Lv. 25:35-36).
“Cuando haya en
medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos enalguna de tus ciudades, en
la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tucorazón, ni cerrarás tu
mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en
efecto le prestarás lo que necesite.“ (Dt. 15:7-8). “No exigirás de tu hermano
interés de dinero, ni interés de comestibles, nide cosa alguna de que se suele
exigir interés.” (Dt. 23:19).
De la misma manera, las deudas debían perdonarse
si después de siete años no habían podido ser satisfechas (Dt. 15:1-3); los
sueldos tenían que ser justos y debían pagarse puntualmente (Dt. 24: 14-15; Lv.
19:13); es verdad que Israel tuvo esclavos, pero les ofreció siempre mayor
protección que cualquier otro pueblo del Cercano Oriente antiguo y sus leyes
contemplaban la posibilidad de devolverles la libertad al cabo de seis años de
trabajo (Ex. 21:20-27); los pobres poseían el derecho a rebuscar en los campos
ajenos (Ex. 23: 10-11; Lv. 19:9-10; 25:1-7; Dt. 24:19-22; Rt. 2:1-23); y, en
fin, la tierra había que devolverla cada cincuenta años (Lv. 25:8-17).
Todas
estas disposiciones tenían como fin prioritario atender las necesidades de las
personas y luchar contra la pobreza. Pero también demuestran indirectamente que
el mantenimiento de la propiedad privada posee sólo un interés secundario en la
Biblia, en relación con los requerimientos humanos.
El pueblo de Israel que
había superado la experiencia del éxodo, es decir, el paso de la esclavitud en
Egipto a la libertad y la posesión de la tierra prometida, era una comunidad
que había aprendido el valor del ser humano. Los diez mandamientos reflejaban
esta importancia de las personas como “imagen de Dios” y procuraban proteger su
integridad. Como era propio de un pueblo de pastores que había pasado cuarenta
años deambulando por el desierto, su economía era de tipo comunal. Los rebaños
y las tierras se entendían como patrimonio de toda la comunidad porque, en
realidad, pertenecían a Jehová. Ningún individuo debía considerar el terreno
que cultivaba como algo exclusivo o privado. Si el pueblo obedecía a Dios y era
responsable de sus actos, la tierra se mostraba generosa y producía abundantes
cosechas; si por el contrario, le daban la espalda al Creador y se iban en pos
de los ídolos paganos, los terrenos perdían su fertilidad y eran conquistados
por potencias extranjeras. Al principio, las parcelas se distribuían y estaban
sujetas a una rotación periódica. Más tarde, pasaron a ser propiedad de las familias
aunque los individuos no podían deshacerse de tal herencia familiar. Si una
persona moría sin dejar descendencia, su pariente más próximo tenía que comprar
la tierra del difunto para que ésta no fuera a parar a manos de extraños (Lv.
25: 23-34).
En este ambiente, el mandamiento contra el robo no se entendía como
una ley para preservar la propiedad privada, ya que las posesiones más
importantes pertenecían a toda la comunidad, sino como algo que atentaba contra
la sociedad y la ponía en peligro. De manera que la propiedad individual no se
consideraba inviolable, las personas no tenían un derecho sagrado a la posesión
de la tierra, lo verdaderamente inviolable eran los seres humanos, el pueblo en
su conjunto. El delito de robar se consideraba una falta grave porque quien lo
cometía estaba adueñándose de algo que pertenecía a Dios y, en usufructo, a
todo el pueblo. Era atentar contra el Creador y contra la comunidad para
favorecer los intereses egoístas del ladrón. La prohibición de robar estaba
destinada, en contra de lo que tantas veces se ha dicho, a proteger a las
personas, especialmente a las más débiles, y no a los bienes materiales.
La
Biblia nunca antepone la propiedad privada a las necesidades de los pobres o de
los desposeídos, sino que sus leyes específicas pretenden siempre velar por la
igualdad económica de todos y mantener así una sociedad justa y equilibrada.
Ningún israelita podía privar a otro de los bienes necesarios para llevar una
vida digna. El ladrón tenía que recompensar a la víctima con una cantidad
superior a la robada que, en ocasiones, podía ser de hasta cuatro o cinco veces
más. Pero, a diferencia de las naciones vecinas, el pueblo hebreo no aplicaba
la pena capital por delitos de hurto. Como mucho, si la sustracción había sido
importante y el delincuente no podía pagar, se le podía vender como esclavo
pero nunca se exigía su muerte (Ex. 22:3). Las personas eran demasiado sagradas
como para ser ejecutadas por delitos contra la propiedad. En este mismo sentido
se expresa Robert Gnuse: “Las leyes nos hacen ver también que Israel no conocía
el derecho inalienable a la propiedad privada; lejos de eso, las necesidades
personales tenían prioridad sobre los bienes privados” (Gnuse, Comunidad y
propiedad en la tradición bíblica, Verbo Divino, Navarra, 1987: 36).
Es
evidente que tales costumbres pretendían minimizar las diferencias económicas,
evitando los excesos y abusos, así como las desigualdades injustas. Sin
embargo, el Antiguo Testamento está repleto también de citas contra la pereza y
la falta de diligencia de algunos individuos. En especial el libro de
Proverbios hace un importante énfasis en este asunto poniendo de manifiesto que
tan injusto es aquél que se enriquece a expensas de su prójimo, como quien se
empobrece por ser un vago y no querer trabajar (Pr. 6:6; 10:26; 13:4; 15:19;
19:24; 20:4; 21:25; 24:30; 26:14). La justicia social a que aspiraba el pueblo
de Israel se fundamentaba en la diligencia y en la responsabilidad de cada
persona delante de Dios.
La sociedad israelita del Antiguo Testamento poseía
importantes instituciones cuya finalidad principal era conseguir la justicia
económica entre las personas. Las leyes sobre el derecho de espigar y rebuscar
se oponían frontalmente al concepto moderno de la propiedad privada, ya que de
esta manera los pobres participaban de las cosechas de los ricos (Dt. 23:24-25;
24:19-22; Lv. 19:9-10; 23:22). El que tenía hambre podía comer todo lo que
quisiera de los campos del vecino y ésto no se consideraba delito. Lo que sí se
veía como hurto era que quien no lo necesitaba hiciera también lo mismo. De
manera que el robo no se entendía en relación a los derechos de propiedad sino
en relación a las necesidades humanas. Otra institución importante era la del
diezmo para los pobres que en el libro de Deuteronomio se describe así:
“Al fin
de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo
guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita, que no tiene parte ni heredad
contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus
poblaciones, y comerán y serán saciados; para que Jehová tu Dios te bendiga en
toda obra que tusmanos hicieren.” (Dt. 14:28-29).
La idea era que mediante una
distribución sistemática de alimento se cubrieran las necesidades de la
población, se alcanzara bienestar para todos y se ayudase a quienes tenían
problemas económicos a salir de su marginación. Esto contribuía a mantener el
carácter igualitario del pueblo. De la misma manera, el año del barbecho o de
descanso de la tierra supone otro intento para lograr justicia económica:
“Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo
os doy, la tierra guardará reposo para Jehová. Seis años sembrarás tu tierra, y
seis años podarás tu viña y recogerás sus frutos. Pero el séptimo año la tierra
tendrá descanso, reposo para Jehová; no sembrarás tu tierra, ni podarás tu
viña. Lo que de suyo naciere en tu tierra segada, no lo segarás, y las uvas de
tu viñedo no vendimiarás; año de reposo será para la tierra. Mas el descanso de
la tierra te dará para comer a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu criado, y a
tu extranjero que morare contigo; y a tu animal, y a la bestia que hubiere en
tu tierra, será todo el fruto de ella para comer.” (Lv. 25:2-7).
Mientras para
los pueblos paganos esta práctica del barbecho se realizaba con el fin de
apaciguar la ira de los dioses y conseguir así mejores cosechas en el futuro,
el pueblo de Israel la consideraba como un regalo de Jehová, un acto solidario
hacia el débil, una costumbre que ponía a prueba la responsabilidad del ser
humano. La tierra era de todos porque pertenecía a Dios y, por eso, sus
productos debían compartirse también entre todos. Sin embargo, los cananeos
tenían concepciones muy diferentes que se parecían más a los modernos
principios capitalistas del derecho a la propiedad privada. Según las leyes
cananeas aquellas tierras que quedaban dentro de las aldeas o ciudades
amuralladas no podían volver a comprarse, ni ser devueltas a sus propietarios
originales. Esto marcaba cada vez con mayor intensidad las diferencias entre
ricos y pobres.
No obstante, la auténtica raíz del problema fue de carácter
religioso. Así como los israelitas se reconocían monoteístas y creían que Yahvé
era el único Dios, que a partir de un pueblo de esclavos en Egipto había hecho
una sociedad de hombres libres e iguales ante él, la religión cananea por el
contrario era politeísta, concebía numerosos dioses que constituían jerarquías
celestes. Por tanto, resultaba lógico que si en el cielo había un sistema de
clases también lo hubiera en la tierra. Si en las alturas los dioses fuertes
dominaban a los débiles, ¿no era justo que en las sociedades humanas ocurriera
lo mismo? El sentido de los sacrificios cananeos era ante todo conseguir la
fertilidad que proporcionaban tales divinidades. Los sacerdotes se entregaban a
ritos sexuales con seres humanos y con otras especies para obtener de los
dioses la fecundidad de personas, animales y plantas. Evidentemente todo esto
contrastaba con la austera moral hebrea y sus elevadas normas éticas. Si los
cananeos desarrollaron una compleja liturgia cultual y mostraron poco interés
hacia las necesidades de las personas y los derechos humanos, los israelitas
manifestaron en cambio una gran sensibilidad por los miembros más débiles de la
sociedad, a la vez que practicaron un culto sobrio y poco recargado.
Los reyes
de Canaán, en base a la idea de la propiedad privada, tenían derecho a
apropiarse de las tierras que desearan, sin ningún miramiento hacia las
necesidades de los aldeanos pobres a quienes se las usurpaban; nunca perdonaban
las deudas de sus súbditos; ningún esclavo podía salir jamás de su condición
social; la solidaridad hacia los pobres y oprimidos era algo que prácticamente
se desconocía; la riqueza estaba en manos de unos pocos y a las personas se las
trataba como meros objetos inferiores en valor a los bienes materiales. El
feudalismo era el sistema predominante en Mesopotamia y Canaán. Los reyes y los
sacerdotes del templo eran los auténticos amos de la tierra, mientras que los
labradores que las cultivaban lo hacían casi como esclavos.
Sin embargo, en
Israel el dueño del terreno era Yahvé porque sólo él había liberado a los
esclavos de su pasado egipcio y les había proporcionado la tierra de la
promesa. De ahí que este suelo de Dios se pudiera entregar a los pobres y a los
antiguos esclavos para que lo trabajasen y vivieran como hombres libres e
iguales entre sí. Por eso en el pueblo de Israel no se desarrollaron leyes para
proteger la propiedad privada. No habían normas sobre el arriendo de tierras o
la tenencia de las mismas, a pesar de que tales disposiciones eran muy
frecuentes en los demás pueblos del mundo antiguo. Si en el Cercano Oriente los
bienes materiales se podían arrebatar a las personas o a las familias, mediante
la fuerza o la astucia, en Israel por el contrario los propietarios pobres
estaban protegidos por los valores religiosos. La nobleza y humanidad de las
leyes hebreas se debía a su carácter teológico ya que habían sido inspiradas
por la autoridad de Dios, quien se las dio a Moisés sobre el monte Sinaí.
Hasta
la época de los jueces, el pueblo de Dios fue responsable con sus creencias y
supo mantenerse alejado del sistema cananeo de la economía estatal. Las
familias judías vivían en aldeas no amuralladas construidas en las regiones
altas. Disfrutaban de igualdad económica, las propiedades eran compartidas, las
estructuras sociales giraban siempre en torno a relaciones de parentesco y eran
autosuficientes en la producción de sus bienes. Cada familia trabajaba su propio
terreno pero era consciente de que, en última instancia, la tierra pertenecía a
Dios.
Sin embargo, progresivamente, todo esto se fue perdiendo en la medida en
que la economía cananea fue introduciéndose en las comunidades hebreas. Con la
amenaza militar de los filisteos y la introducción de la monarquía durante la
época de Saúl, David y Salomón, empezó la asimilación de los valores cananeos
en relación con la propiedad privada y la acumulación capitalista de riqueza.
En la transición desde la vida pastoril a la sedentaria, los bienes comunales
se fueron transformando en privados. Las familias empezaron a repartir sus
tierras y a cultivar parcelas separadas. Si al principio las ganancias se
distribuían equitativamente entre todos los miembros del clan, con el nuevo
sistema monárquico el superávit obtenido fue objeto de impuestos destinados a
pagar los gastos de la corte y esto contribuyó al incremento de la pobreza
entre los aldeanos. Los derechos de los labradores pobres dejaron de protegerse
como antes, para que la voracidad de unos pocos ricos en sus poderosas
ciudades-estado pudiera ser satisfecha.
La vuelta a la monarquía supuso también
un regreso al paganismo cananeo con la proliferación de sacrificios inmorales,
la relajación de las costumbres, así como el aumento de las desigualdades
sociales, la injusticia y la opresión de los pobres. Todo esto socavó los
sentimientos del pueblo israelita dejándole a merced de las potencias
extranjeras. En palabras de Gnuse:
“Las políticas sociales y económicas cananeas
erosionaron la base de la sociedad israelita libre y destruyeron la clase
media, reduciendo a los campesinosdueños de sus tierras a la condición de
arrendatarios, de esclavos por deudas y de proletarios urbanos. Esta fue,
probablemente, la causa principal de la incapacidad de Israel y de Judá para
sobrevivir a los ataques de los ejércitos asirios y babilonios. En verdadero
sentido político, los profetas se hallaban en lo cierto al anunciar que la
decadencia de la nación se debía al pecado, ya que la adoración de divinidades
extranjeras y la opresión de los pobres, que iba asociada, destruyeron el alma
de lanación y debilitaron la voluntad popular de resistir a la invasión
extranjera.” (Gnuse, 1987: 184).
El propio rey Salomón se vio obligado a donar
veinte ciudades edificadas en Galilea y, por tanto, pertenecientes a Israel
para pagar deudas contraídas con Hiram, el rey de Tiro (1 R. 9:11). ¡Qué
tragedia debió suponer esta operación para los israelitas que consideraban la
tierra como un don divino que había que conservar siempre! Durante esta época,
el siglo VIII a. C., y bajo el reinado de Salomón se empezaron a formar los
grandes latifundios en Israel, es decir, la acumulación de territorios en
enormes fincas que pertenecían a unos pocos señores. Esto condujo a una
desastrosa opresión social que provocó el descontento del pueblo. Con el fin de
evitar la sublevación popular y los mismos errores que había cometido su padre
David, Salomón procuró mantener ocupados a todos los varones israelitas y
cananeos, mediante la construcción de obras faraónicas. Tanto el famoso templo
de Jerusalén como su palacio, las ciudadelas militares y los edificios que
realizó para su esposa egipcia, la hija del faraón (1 R. 5-8; 7:1-12; 9:15-19),
contribuyeron a darle fama de hombre poderoso e importante que impresionaba
notablemente a los trabajadores y, a la vez, ejercía una forma de control
social.
El arte cananeo se introdujo en las construcciones israelitas y hasta
el propio templo fue edificado siguiendo los patrones de los santuarios de
Canaán. Salomón se convirtió en una especie de rey-sacerdote semidivino que
ofició en el culto de dedicación del templo y que poseía muchas mujeres o
concubinas de sus múltiples matrimonios políticos. Algunos líderes religiosos
cananeos sustituyeron a los propios sacerdotes israelitas y el templo se
transformó en un santuario sincretista en el que se adoraba a Yahvé junto a
Baal, Moloc y Astarté, los dioses de Canaán. La intención del rey Salomón fue
unificar la política y la religión de los dos pueblos para poder así
gobernarlos mejor, pero tal intento fracasó porque algunos israelitas, los que
permanecieron fieles a sus creencias originales, aborrecieron profundamente
esta connivencia con el paganismo.
La apostasía religiosa y la política mercantilista
que fomentaba el poder de los ricos en detrimento de los pobres, acabaron con
el antiguo comunalismo de tierras y bienes. La responsabilidad económica y la
solidaridad hacia el débil fueron menguando poco a poco. Parecía que esta
lamentable situación iba a terminar para siempre con el ideal bíblico de la
igualdad de las personas. Sin embargo, el descontento empezó a extenderse entre
la población y el imperio de Salomón no pudo mantenerse unido. Poco tiempo
después de la muerte del rey, los pueblos del norte rompieron con los del sur.
Los israelitas y los cananeos no consiguieron fusionar sus culturas.
Los libros
de Reyes afirman que tanto la destrucción de Israel por Asiria, en el año 721
a. C., como la de Judá por Babilonia, en el 586 a. C., se debieron a motivos de
carácter religioso ya que eran pueblos cuya mitología de dioses agresivos y
belicosos no les motivaba a respetar al débil. De manera que oprimían a los
israelitas pobres sin ningún cargo de conciencia. El sentimiento generalizado
de los hebreos tradicionalistas era que Yahvé había permitido que las potencias
extranjeras los sometieran, a causa del pecado de apostasía cometido por el
pueblo de Israel.
Durante el siglo VIII a. C., en plena aplicación del
feudalismo injusto de Canaán, empezaron a sonar cada vez con mayor fuerza las
voces críticas de los profetas de Israel contra aquel estilo de vida. Sus
protestas giraban siempre alrededor de los dos pecados fundamentales del pueblo
de Dios: la adoración de dioses ajenos y la opresión que ejercían los
israelitas ricos sobre sus hermanos pobres.
Fuente: http://protestantedigital.com/magacin/13171/John_Locke_propiedad_privada_y_Antiguo_Testamento